Tres cuentos para Ita fue el título de la primera novela de José Luis Temes, publicada en 2010 por Ediciones Línea (Madrid).

En este Blog recogemos las opiniones que los lectores han ido enviando con sus impresiones. El Blog ha estado activo hasta finales de 2011, aunque el libro sigue a la venta en las principales librerías de España.

Desde 2012 está abierto el Blog del nuevo libro de José Luis Temes:
Al pisar tu jardín,
igualmente publicado por Ediciones Línea.

LOS LECTORES CUENTAN

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LECTURA DE CAPITULOS: Continúa la conversación con Vero


Otro fragmento de 
TRES CUENTOS PARA ITA

Restaurante “El pórtico”. 2.50 h. de la madrugada.

El restaurante “El Pórtico” no es nada del otro mundo, pero a las intempestivas horas que nos habían dado –enredados en nuestras conversaciones y en sesiones prácticas de psiquiatría y psicodrama–, no había ya mucho donde elegir. Es un establecimiento de decoración agradable y en él se pueden pedir platos de cocina hasta bien entrada la madrugada. Habíamos elegido una ensalada primero, y luego un pescado para cada uno. Estábamos ya acabando este segundo plato.
–Bueno, tío, y a todas éstas, no me has dicho una sola palabra de tu mujer.


–Me dijiste hacia las once, cuando me hablabas de aquel tal Carlos, que te parecía impresentable quedar con un tío plasta en una noche de ligue y que se te pasara una hora contándote penas sobre su mujer...


–Y lo mantengo. Pero ni esto es una noche de ligue, ni tú eres un tío plasta... ni me vas a contar penas: seguro que me vas a decir que adoras a tu mujer.


–No sólo la adoro, es que además es la persona con la que mil veces volvería a compartir mi vida. Nos trazamos cuando éramos unos pipiolos un proyecto de vida ilusionante y basado en el respeto a la libertad del otro. Y hoy me sigue pareciendo apasionante. Mantengo por Rosa la misma ilusión que cuando comenzamos a salir, sólo que ahora con el bagaje que dan más de treinta y tres años juntos y en libertad. Pocas cosas me importan en el mundo más que su felicidad. Y la de mis hijas, claro.


–Oye, machiño, ¿hay alguna mujer en el mundo de la que no digas que es un cielo?


Un ruido de platos y cucharillas sobre el carrito de los postres me exoneró de responder a esta última pregunta. El algo engolado camarero nos interrumpió:


–Perdónenme los señores: de postre les quisiera recomendar los pastelitos de la casa. Pueden ser de nata, de crema, de biscuit o de tres frambuesas, que es la especialidad.


–Yo no tomaré postre, gracias –dije yo, queriendo abreviar el curso de los acontecimientos, tras mirar de nuevo el reloj y quedarme asombrado de qué horas se nos habían hecho entre unas cosas y otras.


–Déjeme reposar el bacalao y ahora le digo –dijo sin embargo Verónica.


El camarero se retiró.


–O sea que, según tú, a tu mujer le parece estupendamente que tú y yo estemos aquí ahora cogiditos de la mano. Y le parece estupendamente que tú te pretendas enrollar con “tu” Raquel. Y le parece estupendamente que tú y yo acabemos esta noche practticando el sexo al estilo Neanderthal... ¿Es eso cierto?


Me llevé la mano al bolsillo, saqué mi móvil y se lo ofrecí:


–Llámala ahora mismo y le pides autorización firmada, sellada y compulsada.


–Eso es un órdago, porque sabes muy bien que a estas horas no la voy a llamar.


–No lo es. La fidelidad es el primer requisito de una pareja. Y precisamente por fidelidad ella ha sufrido conmigo, viendo y oyendo mis dos mil fracasos.


–Ya serán menos. ¡Pero cuánto os gusta a los tíos haceros los mártires de las tías!


–Dos mil, Vero, dos mil. Ni uno menos. Dos mil historias de ser un chico estupendo, de ser un gran amigo, de ser el bueno de la novela... pero el final siempre es el mismo: quédate ahí y espérame en esta cajita de terciopelo, símbolo de nuestra maravillosa y casta amistad... que yo me largo con este otro maromo tan alto y tan guapo. Estoy tentado de mandarme hacer unos muñequitos de escayola de esos tan monos con mi imagen sentada y las piernecitas colgando para que mis amigas músicos me coloquen en casa sobre la tapa de su piano. Seguro que les encantaría recordarme cada día... junto al busto de Beethoven, al que seguro que también admiran mucho.


Vero se rió un montón.


–Oye, no dejes de enviarme uno si alguna vez te los haces... Lástima que será muy caro hacerse una esculturita, ¿no?


–Sí, pero como necesitaré unas dos mil copias, el precio unitario se reduce!


–Ja, ja, ja... eres un cachondo. [...] No sé... A lo mejor tienes que ir asumiendo que tienes ya cincuenta años.


–No, Vero, no. Cuando tenía veintidós era exactamente igual. Y cuado tenía treinta, y treinta y seis, y cuarenta y cinco. Dos mil historias. Ni una más ni una menos. ¡Ah! y te advierto que cuando alguna chica lo niega y dice que exagero... suele terminar comprobándolo en primera persona. Dos mil historias repetidas... y no me he acostumbrado todavía.


–Tío, tu mujer debe ser un tesoro. Por menos motivo se concede la Medalla de Oro al Mérito Civil.


–¿Ha decidido ya la señora qué pastelito le apetece?


El plasta del camarero volvía a importunarnos con la elección de los pastelitos, pero Vero, que me tenía cogida la mano derecha y no despegaba sus ojos de los míos, volvió a pasaportarle sin inmutarse:


–No, no lo he decidido. Ya le avisaré.


Así permanecimos un ratito en silencio, inmóviles y relajados, cogidos de la mano pero mirando cada uno al vacío.


Con sus salidas imprevisibles, a las que ya poco a poco me iba acostumbrando a lo largo de la noche, Vero pareció dejarse seducir de pronto por la belleza de la noche estrellada, cuya imagen se colaba por la terraza del restaurante, que teníamos justamente a nuestra derecha. Y, dejándose caer lánguidamente en la trasera de su sillón, como si tuviera previamente estudiada la próxima escena –lo cual sinceramente no creo– largó para sí y con voz solemne, reposada y dulce la siguiente e inesperada reflexión poética:


–“Ven, noche amable, noche gentil y tierna. Que cuando yo muera, cortes a mi Romeo en mil estrellas diminutas y las disemines por el cielo. Para que el firmamento luzca tan maravilloso cada noche que el mundo deje de adorar la luminosidad del día y prefiera la noche enamorada...”


Aquella insólita cita poética, tan bella como cultureta, era la salida que yo menos podía esperar en aquel contexto. Pero era evidente que Vero se estaba sintiendo muy a gusto y que se manifestaba hipersensible en aquel momento de infinita serenidad del espíritu...


Yo le apreté suavemente la mano y le dije con admiración:


–¡Bueno, bueno, Verónica... no sabía que fueras una experta en Shakespeare!


Vero se incorporó un poco, saliendo de su transitorio “éxtasis” y continuó la conversación con normalidad:


–En Sakespeare, no; pero en Romeo y Julieta, sí. Hace dos años me la leí tres veces en una semana. ¡Y cada vez me parecía más fascinante!


–Sí, ¿verdad? ¡qué trama tan perfecta!


–¡Qué trama ni qué carayo! Lo que me parece fascinante es que el mayor símbolo literario de la pasión amorosa de nuestra cultura lo sea a partir de una pareja que apenas llegó a rozarse los labios una sola vez en su vida. Aunque no te lo creas, envidio malvadamente a esa Julieta, que consiguió que alguien se enamorase de su persona, no de su tipazo. ¡Ya podían aprender los tíos de hoy, siempre pensando en lo mismo!


–Sí, hay sólo un beso dulce en la escena del baile de los Capuletti del Primer Acto. Después, ni un mal besito hasta la escena de la muerte, en el Quinto Acto. Es un aspecto muy poco conocido de esa historia de amor.


–Oye, ¿tú también te la leíste tres veces en una semana?


–Tres veces no, pero me la leí en una sola noche y redacté un estudio psicológico sobre los personajes


antes de que amaneciera. O sea, que entre las nueve de la noche y las nueve de la mañana siguiente me la devoré e hice un trabajo sobre la obra.


–Pues por lo que te voy conociendo, seguro que esa machada la hiciste para conquistar a alguna tía.


–Bueno, sí y no. Pero no por conquistarla, que ya nos teníamos conquistadísimos... En realidad, quise... no sé... quise que ella dejara de quererme como a su padrino y me quisiera como a su enamorado. La vieja historia de siempre. Pero también como siempre, lo debí hacer muy mal, porque me salió el tiro por la culata.


–A mí también, pero por la razón contraria. Yo creí que con su admiración por Romeo y Julieta el tío aquel me estaba declarando que me iba a querer como a su musa; me repetía mil veces que quería sentirse mi Romeo, y yo devoré el libro hasta tres veces, embelesada. Me quedé coladísimo por él... Al final el idiota aquel resultó ser lo más parecido a un maltratador y... bueno, casi llegué a pensar que lo único que le atraía de sentirse Romeo era el morbazo que le daba que Julieta sea en realidad una niña de trece años. ¡Pero mira, lo dejo porque no me quiero poner de mal humor con el descerebrado aquel!


Yo me quedé pensativo:


–Siempre me ha dejado perplejo la cantidad de mujeres maravillosas e inteligentísimas que conozco que cada vez que se quedan colgadísimas de un tío resulta que es aún más petardo que el anterior, y les hace sufrir todavía más que el que acaban de dejar. O


sea, que son inteligentísimas para todo menos para elegir pareja, y van de despropósito en despropósito. Al final, la autoestima por el suelo y lo pagamos los de alrededor. Te podría citar varios casos dignos de aparecer en el Guiness.


Verónica encendió un nuevo cigarrillo.


–Bueno, yo no voy a contarte más sobre aquella historia con el estúpido Romeo, pero sí quiero escuchar la tuya.


–¡Pero si es una chiquillada...!


–¡Cuenta, porfa!


–María José era un encanto. Estudiaba en la Escuela de Arte Dramático. Un día de junio –debía ser... 1979 ó 1980, más o menos– me llamó apuradísima, pidiéndome un gran favor: tenía que entregar en la Escuela dos trabajos sobre Shakespeare para el examen de Dirección de Escena, y apenas le daba tiempo a terminar uno. Así que, como a mí siempre se me ha dado bien lo de escribir rápido, me pidió si podía hacerle yo en una noche el otro trabajo, que era sobre Romeo y Julieta. Con cierto retintín, me dijo que a cambio, a la semana siguiente, ya liberada de exámenes, iría a verme al teatro María Guerrero –donde yo estaba dirigiendo la música de Los baños de Argel, un precioso espectáculo de Paco Nieva, con música de Tomás Marco–, y que después de la función –según me dijo con un tono inequívocamente morboso–... ¡“nos perderíamos en la noche”!


–Oye, la María José ésa sería un encanto, pero también una chantajista...


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